En realidad, First Dates no es un programa de amor, sino de España. Es un ratito diario y maravilloso que refleja lo que somos y lo que son otros en una primera cita. Algunos van en busca de algo serio después de varios tropiezos, otros a lucirse en la tele, emplumados vivos. Los que se acercan a la barra calientes como una plancha, los que dicen con los ojos que lo que le traen a cenar no se ajusta a sus exigentes requisitos. En las últimas semanas, una señora dijo que solo pedía que el hombre con el que iba a cenar tuviera todos los dientes y otro señor admitió con sorna: “A mí me basta con que respire”.
A veces acuden románticos empedernidos, a veces quieren aventuras, poliamor y perreo. Hombres, mujeres, personas no binarias. Heterosexuales, homosexuales y bisexuales. Pansexuales, asexuales. First Dates es un programa que asoma cada noche la España moderna, terapia de choque para la caverna preconstitucional, la inmovilista. Y en la noche del miércoles emitió un especial San Valentín en Telecinco.
“En este día nos ponemos más in love”, advirtió Carlos Sobera, presentador del programa, a su equipo de camareros. Ahora que Jorge Javier Vázquez no está en antena, puede que sea la persona que más se divierte en un programa de televisión. Sobera tiene guasa de sobra, sabe cómo tratar a cada uno de sus invitados. La noche de anoche, por ser la que es, el programa contó con la presencia de un violinista que amenizó las decisiones finales de los comensales. Un poco Ara Malikian pero con las sombras de los ojos maquilladas con virtuosismo. Y ahora vayamos con las historias, porque fueron perfectas. No así tanto los finales.
Axel y Laila, cosas de guapos
Axel es de Camerún. Un guapazo sin matices. Dice tonterías como que es “romántico, tanto personalmente como en la vida”. Dice verdades como que le gustan “morenas, castañas, con buen culo”. Le llevan a Laila, que es una preciosidad que cumple con lo anterior y él, nada más verla, dice: “Guau”. Cuando ella —“me gusta gustar y los papichulos”— le dice que en verano trabaja como modelo de bikinis el hombre se pone perraco perdido, entusiasmado. Hay poca conversación porque Axel no tiene otra cosa que decir entre plato y plato que: “Eres preciosa”, así que se dan de comer y ella confiesa: “Tiene una mirada muy penetrante”. Luego bailan en la salita que hay al lado del restaurante y Axel decide subir un nivel y bailar un poco a lo Dirty Dancing, aunque quizá cuando se estrenó la película él no había nacido. “Este baile erótico a lo Magic Mike me sirve como táctica para ligar”, confiesa, con cara picarona, como si acabara de compartir con España lo más grande que haya existido jamás. Por supuesto, dicen que sí a pasar un segundo San Valentín juntos, aunque lo que quieren es que las cámaras desaparezcan y hacer sus cosas de guapos.
José y Sergio, quema que te quema
José tiene 34 años, es venezolano y no está para corazones ni almíbares. “Me encanta el sexo y lo necesito a diario, básicamente”. También apunta que ha estado con unos 1.000 hombres. “Espero que más”, bromea. Con lo cual podemos admitir, sin temor a equivocarnos, que o somos hijos de Julio Iglesias o amantes de José. Está bien tener las cosas claras. Le llevan a Sergio, un tipo muy simpático al que le llaman ‘Copón’ y luce una camiseta con su mote en tamaño gigante. La cena es, como diría mi madre, de contenido guarrón. “Necesito sexo a diario y si no, llamo a Manuela”. “Ya sabes, cinco contra uno siempre ganan”. Aquí me inhibo de comentar nada porque una se ha criado en casa donde reinaba el patriarcado y me tapaban los ojos en cuando se veía un hombro al aire. Hablan de tamaños. “¿Pero te refieres al tamaño del corazón, al del hipotálamo….?, dice Sergio, alias ‘Copón’, haciéndose un poco el travieso. Ya luego en la sala, cuando se han morreado un poco, han dado vivas a Venezuela y ha asomado la romántica frase —“Te habría puesto a mamar”— se centran en el número exacto de centímetros del miembro viril para acabar con una de las sentencias más rotundas de la noche: “Más de 16 ya es un misil”. Por supuesto, se dan una segunda noche, pero puede que antes de coger el taxi ya hayan puesto en práctica sus aficiones.
Carlos y Magdala, capillitas
Él tiene 62 años, es virgen pero en el cartel de presentación añaden que no tiene hijos, no vaya a ser que no le creamos. Viene con dos coronas, una para él y otra para su “reina” y una guitarra, porque quiere recibir a su cita con “una especie de saeta”. Como dice que su guía es Jesucristo, en cuanto aparece la buena mujer se arranca: “¡Ay Magdala, Dios te bendiga!”, le tararea. Mientras que muchas habríamos optado por llamar a la policía, salir corriendo o avisar a nuestra mejor amiga para que nos rescate, la santa que cena con él esa noche opina que es un buenísimo recibimiento. “¡Ole, hola!”, le dice. A ella le gusta bendecir la mesa, y ese gesto le sirve a Carlos para considerar que nada es coincidencia, todo es providencia, así que ella es la elegida. Magdala es de esas personas amabilísimas que no afea nada con tal de que te sientas a gusto, así que todo le parece bien hasta que su cita le dice que es virgen, que está esperando para encontrar la persona adecuada para tener hijos y ella le dice que qué hijos ni qué gaitas si ella ya tiene 58 años y que, por cierto, “el sexo para mí es muy importante”. Carlos es pelín cansino y no se rinde, propone la adopción. Se van por separado, claro. Con la guitarra a otra parte.
Gaspar y Esther, el ‘trekking’ no tiene edad
Él es alicatador jubilado, tiene 71 años y aparece con camisa y pantalón vaqueros, pajarita y zapatillas rojas, americana de cuero. Por si alguien pone en duda su virilidad, advierte que en el sexo es un máquina: “A lo largo de la noche, ponle tres”. Esto puede resultar incomprensible, pero tenemos que entender que uno tiene su imagen entre los vecinos. Empatía absoluta, Gaspar. Aparece Esther. Pelo cortísimo y blanco, una trenza roja postiza larquísima, gafas de diseño, un mono de lentejuelas con las extremidades inferiores al aire. “Las piernas se me han cultivado muchísimo haciendo montaña y trekking. También me gusta mucho enseñar el pecho”. A tope con Esther también. Tras los entrantes, ella dice que le gusta la marcha y la montaña y él dice que sí a todo pero luego confiesa que no sabe lo que es el “trenking ese”. “A lo mejor es como cuando estuve yo viviendo en Granada, que se andaba mucho y se hacía senderismo”, añade. Gaspar, llegado el momento, le dice que él no está para esos trotes pero sí para los del dormitorio. “A mí me gusta besar la boca y comerme lo de abajo”, aclara. Luego dice, como remate, que busca una mujer como su madre. A Esther todo esto le parece intolerable, él dice que le gustan más femeninas y perpetran un baile infame. Nada, fracaso absoluto. Moraleja: no te fíes de alguien que lleva la pajarita y el calzado a juego.
Óscar y Yolanda, románticos con mochila
Él es navarro y aparece vestido de componente de Il Divo. Es de esos que viene con mochila, un divorcio, un pasado. Se gusta a tope porque llegados a una edad, con esa mata de pelo, se ve la vida de otra manera. A Yolanda le encanta que vista tan bien y vaya tan bien peinado, es decir, mucha laca y el tupé a prueba de vendavales. Yolanda también tiene mochila pero se ha puesto un vestido largo hasta los pies, rojo y con aberturas en pierna y escote para que veamos que está un rato bien. En los hombros lleva tatuajes, una corona y un diamante porque la autoestima es muy importante para cualquiera. Él la recibe con una pulsera con un corazón y ella quizá sea de las que diga de sí misma que no ha tenido suerte en el amor pero que puede que esta noche sí. “Es exuberante”, dice él de ella. Yolanda es cal y arena. Dice que le gusta “coleccionar momentos” pero que le den su sitio. Él comparte esa filosofía vital. Yolanda saca el móvil y le enseña su cuenta de Instagram, donde aparece muy fresquita y con poca ropa. Se queja de que hay gente a la que eso le parece mal cuando ella no le hace daño a nadie, salvo a los muy rancios. Él ve unas 10 o 12 fotos y saca la fiera que hay en él, quizá escondida en el tupé: “Ya la he agregao. Ésta no se me escapa”. Y no se escapa, claro. Se van felices como perdices a coleccionar momentos. Y con la pulsera, claro.
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