En el hipotético caso de que en todas partes cuezan habas, siempre que en todas partes haya habas, naturalmente, la serie sueca Tore ratifica la hipótesis, pues, incluso en un país tan civilizadamente desarrollado como Suecia, los problemas del bajo vientre siguen sin acabar de resolverse satisfactoriamente. Tore tiene 27 años y una sexualidad confusa. Discute con su padre como corresponde y asiste perplejo al atropello paterno por un camión de la basura. Si a ello se le añade que trabaja en la empresa funeraria familiar se intuye, ya desde el primer capítulo de los seis que ofrece Netflix en su primera temporada, que va a ser de todo menos divertida, y en eso tanto Erika Calmeyer, responsable de la dirección, como William Spetz, su guionista y actor protagonista, son escrupulosamente coherentes.
Linn, su mejor amiga, trata de ayudarle en su evidente proceso depresivo. La sexualidad de Tore se aclara cuando se siente atraído por Erik, un trabajador de una floristería, de tal manera que el sentimiento de dolor por la muerte del padre se entremezcla con el deseo carnal. Al parecer no hay nada mejor para superar el duelo y la depresión que desmadrarse en una discoteca y si, además, comprueba por primera vez los delirios que produce la dietilamida del ácido lisérgico, el olvido está garantizado. Sexo, drogas y música disco en una serie en la que, en el fondo, se habla de las dificultades, reales o imaginadas, de las relaciones personales, ese mundo que demuestra la constancia en la torpeza de los seres humanos para disfrutar de un placer natural, el que Cioran definió como “la unión de dos babas”, algo fisiológicamente evidente y mentalmente tan complejo. ¡Es la vida, estúpido!
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