No sé si el exministro Alberto Garzón es tan aficionado a las series como su antiguo cuate (y exvicepresidente) Pablo Iglesias. Si no la ha visto, le recomiendo la segunda temporada de Feud (HBO), dedicada a Truman Capote y sus cisnes, esas señoras de la alta sociedad de Nueva York que formaron su séquito en los años sesenta y le juraron enemistad eterna cuando se vieron retratadas en el adelanto editorial de Plegarias atendidas, la crónica inconclusa de los vicios y miserias de la alta burguesía de Estados Unidos. Seguramente, uno de los libelos más crueles, bestias y entretenidos de la historia de la literatura universal. A su autor le costó el ostracismo por exponer las porquerías de sus amigas, y sospechamos que no se arrepintió: fue un buen precio.
Capote traicionó a todo y a todos por su gloria y por sus libros. Con él no hay distinción que valga entre el artista y su obra, porque toda su obra se debe a la perfidia de su autor: sin su carácter taimado, su cinismo y su manera de fingir amistades para infiltrarse en las vidas que quería narrar, no habría A sangre fría, Música para camaleones o Plegarias atendidas, y el mundo sería peor. Esto lo cuenta muy bien Feud, dirigida por Gus Van Sant y divinamente interpretada por un elenco de actrices en su plenitud. Por eso la recomiendo a todos los lectores, pero con una mención especial para Alberto Garzón y sus compañeros de viaje de lo que él llama, en el comunicado difundido esta semana, “el espacio político por el que tanto he trabajado”.
Sería injusto comparar la prosa de Garzón con la de Capote. Tampoco creo que Ryan Murphy vaya a producir una temporada de Feud contando la ascensión y caída de Podemos. Si lo hiciera, tendría que empezar por ese momento en el que Garzón acepta la oferta de trabajo de una consultora que representa todo aquello por lo que se conjuraron para asaltar los cielos, y luego la rechaza, víctima de la furia de los justos. Del pacto de los botellines a los despachos de Acento, un culebrón de amistades y amoríos traicionados, y de ideales estampados contra las moquetas de los ministerios. La historia tiene miga, sin duda, pero le faltan glamur y literatura. Nos quedaremos con las traiciones de Capote, y que cada cual se vea reflejado en ellas como quiera.
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