Hay aquí una imagen que nos va a dejar perplejos, sobre todo en estos días de violencia: varios miembros del Daesh se disponen a grabar un vídeo de propaganda para reclutar nuevos activistas cuando, atención, se portan como cualquier adolescente con una cámara que no controlan. No son profesionales de la expresión, claro, y el temible terrorista de puñal visible, chaleco cargado de cachivaches militares y demás atrezo criminal se traba, se parte y se queda en blanco una y otra vez.
— ¿Dónde me pongo?
— Tú empieza por Salam Alaikum.
— ¿Puede callarse ese pájaro?
— Ponte la chuleta delante.
El diálogo entre realizador, cámara y terrorista está trufado de risas, de tonterías y de consejos para que se centre de una vez. Los chavales se han reído a gusto pero, cuando logren acabar, los demás no nos reiremos. Su vídeo fluirá por la red global con toda la amenaza inflamada, la estética de videojuego y de victoria que atrae a lobos solitarios a sus filas. No es comedia.
El documental Fantastic Machine, de Axel Danielson y Maximilien Van Aertyck, que puede verse en Filmin, recoge esta y otras escenas asombrosas que, en suma, atraviesan la manera en que las cámaras y la difusión nos cambian, nos condicionan y nos pueden hacer algo peores aún de lo que somos. Ahí va otra impresionante:
Nos ponemos en situación. La prestigiosísima BBC está informando sobre una sentencia que afecta a los derechos de los Beatles y a Apple cuando un joven congoleño llamado Guy Goma se presenta en el edificio para una entrevista de trabajo. En plató están preparados para entrevistar a un experto en copyright llamado Guy Kewney, pero alguien confunde al contable y le introduce en pleno directo con la periodista. Su gesto cuando ella le presenta como especialista es memorable. Rápidamente veremos que no sabe si está ante una extraña prueba que debe superar para lograr el trabajo o en un atolladero imposible:
— ¿Le ha sorprendido el veredicto?
— Lo que me ha sorprendido es que el veredicto me haya caído a mí —dice, inseguro, mientras intenta reponerse.— Ha sido una gran sorpresa.
La periodista no sabe nada y sigue adelante con las preguntas hasta que le despide tan campante. Él ha salido bastante airoso con ciertos lugares comunes sobre cibercafés y descargas de música. Y con una capacidad de reacción a prueba de bombas. Espero que le contrataran, aunque más tarde leo en Wikipedia que no.
Aquello fue en 2006 y, desde entonces, la capacidad de riesgo, cambio y evolución de nuestra relación con las cámaras se ha multiplicado hasta el infinito por los caminos abiertos por YouTube, TikTok y las redes en general. El documental nos mostrará jóvenes al borde de precipicios o rascacielos a los que jamás se asomarían si no les estuvieran grabando; otro que se deja caer en el agujero de un lago helado para grabar un tutorial sobre cómo salir; terroristas enseñando a hacer bombas; una mujer compartiendo una caída dolorosa y ridícula que se hizo viral; un niño al que sus padres quitan un diente con un hilo; un Putin o un Kim Jong-un a caballo para exhibir virilidad… Cualquier excusa es buena para que nos vean, aunque hagamos el ridículo. Y todos nos hemos vuelto actores de un gran espectáculo global.
Las redes, en realidad, han extendido una productividad visual que ya había empezado con las televisiones, que nacieron como esperanza de información y cultura y que pronto se convirtieron en negocio para mentes reblandecidas. Todo ello está en el documental.
“Seamos realistas. Mi trabajo consiste en ayudar a CocaCola a vender sus productos”, asegura el director general del primer canal de televisión comercial francés. “Para que un anuncio se quede grabado en las mentes, los cerebros deben mantenerse entretenidos. Nuestro producto es el cerebro disponible del público”.
¿Y alguien se sorprende de los algoritmos que hoy fabrican los gigantes tecnológicos a partir de nuestros datos para vendernos nuevos y más productos? Desde hace décadas, empresas como Nielsen estudian las reacciones de los cerebros del público. Lo veremos ahí. Los productores compran los datos y los usan para diseñar sus programas.
En una de las escenas más dignas de recordar, un antropólogo muestra a nativos de Papúa Nueva Guinea fotos de ellos mismos. Estamos en 1969 y es la primera vez que se ven. Y entonces asistiremos a la transformación de esos guerreros ataviados con sus pinturas y muestras de poder en seres indecisos, también risueños, perplejos. Uno de ellos decide al cabo de un rato quitarse el sombrero flácido y penoso que muestra la foto. Sus certezas se han tambaleado y es presa de ese gran compañero de nuestros tiempos visuales que es la inseguridad.
Fantastic Machine nos lleva del presente al pasado y de este a aquel una y otra vez, en un espejo brutal de lo que nos cambia la cámara y que nos deja un gran interrogante: ¿Quiénes somos en realidad? ¿Somos lo que somos o lo que se ve?¿Somos ese aspirante a un puesto de trabajo en la BBC o el especialista digno de entrevistar? Porque en todo momento la cámara nos cambia, nos trastoca, nos confunde. Y siempre conviene salir airoso.
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